Opinión | el correo americano

La comunidad

Me contaron que, cuando murió, le organizaron un funeral hermoso. Que aquel lugar al que todos iban a llorar una muerte estaba lleno de vida. No la conocí demasiado, pero asocio su nombre con la parroquia de mi infancia, a la cual ella dedicó gran parte de su tiempo. Era una católica practicante, una feligresa leal, una mujer elegante. Se había quedado viuda hace unos años y ayudaba mucho al sacerdote, a quien, en ocasiones, le preguntaba cómo era eso del cielo, pues ella temía que Dios, falto de mano de obra, pusiera a su pobre marido a trabajar de nuevo.

Me contaron que, después de misa, para cumplir sus deseos, fueron todos a un bar y cantaron una canción, ¡Ay, pena, penita, pena!, porque lo que ella deseaba para su funeral no era una ceremonia triste y sombría, sino un ambiente alegre, de fiesta. La gente, entonces, se congregó en una terraza y, vaso en mano, brindó por la difunta, quien, incluso póstumamente, seguía contribuyendo a la parroquia, al hacer que algunos de sus miembros más viejos, aunque fuera por un momento, recuperaran el sentido de pertenencia.

“Solía manifestar orgullosamente sus principios en un territorio plagado de discrepantes; no necesitaba rodearse de personas que pensaran como ella”

Me contaron que su hija recordó en la iglesia algo que todos los allí presentes ya sabían: su madre era una mujer de izquierdas. Muy de izquierdas. Concretamente socialista. Muy socialista. Hasta pidió que depositaran en el féretro un ejemplar del periódico ‘El País’, del cual era una lectora asidua. Quien no la conociera, dejándose llevar por las apariencias, podría confundirla con la conservadora más dogmática. Se llevarían una sorpresa al comprobar que era todo lo contrario. En un contexto de sectarismo y polarización, esto ahora puede parecer extraño. Solía manifestar orgullosamente sus principios en un territorio plagado de discrepantes; no necesitaba rodearse de personas que pensaran como ella. Su parroquia era su parroquia. Sus ideas eran sus ideas.

Desde de que me lo contaron, me imagino muchas veces esa escena. Me imagino a los curas entonando con esmero la copla andaluza. Me imagino el brindis como un último hurra frente la inclemencia del tiempo. Pienso en la cantidad de gente que la quería y que, probablemente, no estaba de acuerdo con ella. Pienso en sus dudas existenciales, en sus curiosidades teológicas. Pienso en su devoción auténtica, nada farisaica. En su dedicación desinteresada. Pienso en sus conversaciones con el cura y con sus amigas. En el vacío que pudo causar en ella la pérdida de su marido. Pienso en su amor por los periódicos. En los domingos de misa. En los atardeceres en el puerto de Ferrol. Pienso en Galicia y en los gallegos. Lo pienso, sobre todo, cuando se habla de formar parte de una comunidad. Esa que uno descubre justo cuando la pierde.