La Dictadura del general Primo de Rivera se afanó por demostrar desde el primer momento que no iba de farol en su intención de acabar con el viejo caciquismo dominante para implantar en su lugar una nueva moralidad pública. La fulminante disolución de ayuntamientos y diputaciones dio paso a un examen general de su situación interna bajo una fuerte obsesión inquisitorial, sin excepciones ni favoritismos.

Cuando le tocó el turno al Ayuntamiento de Pontevedra, se habían inspeccionado la mitad de los municipios de esta provincia bajo la supervisión directa del gobernador civil, el coronel Manuel Junquera Guerra. Los encarcelamientos y las destituciones por doquier de funcionarios y munícipes anticiparon la tormenta que acechaba sobre la capital.

Tras cuarenta y seis jornadas empleadas en poner patas arribas las dependencias municipales, sacudiendo alfombras, vaciando cajones y revisando expedientes, el balance final resultó demoledor.

La primera semana transcurrió en calma, la segunda abrió una rumorología preocupante y la tercera semana se precipitó el follón: el inspector Telo ordenó la noche del día 24 de noviembre el ingreso en prisión del depositario del ayuntamiento, Luís Limeses, y del administrador del Hospital (que entonces era municipal), Bernardino Fondevila, dos personas muy conocidas y reputadas. En ambos casos las encarcelaciones se produjeron por el caos administrativo y económico que observó la inspección entre sus competencias directas.

Tres días después la situación se agravó más con otros dos encarcelamientos igualmente sonados en las personas de los ex alcaldes Marcelino Candendo (1920-21) y Jose E. Paz (1921-23). Uno y otro fueron acusados de actuar en connivencia con el agente ejecutivo Eduardo Silva para cobrar de forma irregular varios impuestos municipales por vía de apremio con un recargo del 15%.

Un juez especial puso en marcha la instrucción de un sumario e inició la toma de declaraciones a industriales relacionados con el ayuntamiento y ex concejales de su comisión de Beneficencia. Entonces se supo que la inspección abarcaba un período muy dilatado, hasta doce años atrás de vida municipal.

Tanto la Depositaria como el Hospital primero, y después la Agencia Ejecutiva y la Guardia Municipal, fueron los lugares en donde la inspección hizo estragos: el secretario, Luís Boullosa; el contador, Juan Gándara; el oficial de secretaría, Juan Bautista Andrade; y el oficial de quintas, Evaristo Lois. El encargado de la central de arbitrios, Manuel Tobío; el inspector Antonio de los Reyes; el agente ejecutivo Eduardo Silva y los recaudadores Antonio Morada y María Loureiro. El jefe de la Guardia Municipal, Fernández, el cabo Gamallo y los guardias Sotelo, Bravo y Pérez. El jardinero Vázquez, el fontanero Dobarro, el capataz Ríos...Uno tras otro, todos se vieron señalados.

Al concluir su trabajo, el inspector Telo redactó una gruesa memoria que entregó al gobernador civil, y pocos días después fue leída en dos sesiones municipales que causaron una gran expectación. Su conocimiento público puso al descubierto un descontrol absoluto en los libros y las cuentas del ayuntamiento, así como unas prácticas que dejaban mucho que desear en su funcionamiento administrativo.

Entre las destituciones de unos y los ceses de otros, no quedó títere con cabeza. El dinero sin justificar superó el millón de pesetas, una auténtica fortuna en aquel tiempo, y a los cuatro detenidos se exigió la reposición de una parte muy importante.

Ni siquiera aquellas fechas navideñas ablandaron a la autoridad gubernativa, puesto que mantuvo en prisión a los cuatro detenidos hasta los días 14 (Candendo y Paz) y 21 (Limeses y Fondevila) de enero de 1924.

Para entonces, ya había tomado posesión una nueva corporación municipal, pero a pesar del gran revuelo organizado, luego la sangre no llegó al río. Todos o casi todos recuperaron su puesto de trabajo y limpiaron su honor mancillado algún tiempo después.

Marcelino Candendo volvió a ser alcalde de Pontevedra en 1930 tras la caída de la Dictadura, y Bernardino Fondevila siguió toda su vida como administrador del Hospital bajo la tutela de la Diputación, y fue tan querido por su vecindario que acabó teniendo una calle con su nombre en A Seca.