Opinión

Julio PicatosteJulio Picatoste

Tribunal Supremo y amnistía (I)

Dos advertencias previas. La primera, no siento por Puigdemont y sus adláteres simpatía alguna, sino todo lo contrario. Repruebo firmemente la unilateral intentona separatista, abiertamente ilegal. Segunda advertencia, hay dos perspectivas desde las que puede ser abordada la amnistía; la primera es jurídica; sin poder entrar ahora en otras consideraciones sobre cuestión ciertamente polémica, diré que, como figura jurídica, es medida de gracia que, a mi juicio, tiene cabida en la Constitución, lo que, obviamente, no implica que toda ley de amnistía sea necesariamente constitucional. La segunda perspectiva es política; no puede desconocerse el verdadero origen de esta ley de amnistía; nada tiene que ver con una voluntad pacificadora, reconciliadora o de entendimiento de que se habla en el preámbulo de la ley. Esta nace con vocación de trueque, producto de un pacto do ut des, doy para que des. Elocuente es el giro copernicano e inexplicado de miembros del Gobierno, incluido el presidente, revelador del inequívoco móvil transaccional e interesado de la amnistía al pasar de un radical y rotundo rechazo por su inconstitucionalidad a su aceptación repentina y sin reparos en cuanto se hicieron precisos siete votos para gobernar. Es un hecho incontestable que explica el origen políticamente viciado y el móvil fenicio de la amnistía.

Pero dicho esto, lo cierto es que el Congreso aprueba la ley de amnistía y esta entra en vigor con toda su fuerza obligatoria. Me parece oportuno recordar que hubo un tiempo, allá en los albores de la historia, en el que la función jurisdiccional precedió a la legislativa: históricamente, primero fue el juez y luego apareció el legislador. Con el tiempo, ese orden ha cambiado; hoy la acción del legislador constituye un prius, luego interviene el juez. El primero promulga la ley y el segundo, sometido a su imperio, la aplica. Y en tal trance puede el juez echar mano de los mecanismos de control de la ley si a su juicio presenta visos de contrariar a la superior constitucional o al ordenamiento comunitario. Libres son los jueces de promover cuestión de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional o prejudicial ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, pero si no lo hacen es evidente que la ley, guste o no al tribunal, deberá ser aplicada.

Y hete aquí que el Tribunal Supremo (TS) dicta un auto en el que declara que la amnistía no es aplicable a los delitos de malversación vinculados al procés por los que en su día fueron condenados los independentistas. Para explicarlo se extiende en una larga, forzada y redundante argumentación.

La ley de amnistía excluye de su aplicación los delitos de malversación cuando haya existido propósito de enriquecimiento; después, la misma ley aclara que no se considerará enriquecimiento la aplicación de fondos públicos a finalidades independentistas cuando “no haya habido propósito de obtener un beneficio personal de carácter patrimonial”.

Con estos mimbres, el TS dice que hubo beneficio personal de los condenados porque, desviando los fondos públicos a los fines del procés, no tuvieron que sacrificar su propio patrimonio para aquel objetivo, y en ese ahorro radica el beneficio patrimonial.

No puedo compartir el argumento de los cinco magistrados que así razonan. No voy a detenerme en aspectos semánticos sobre el concepto y sentido del vocablo “enriquecimiento”; ya lo han hecho otros. Quiero poner el acento en otros extremos. El argumento de que se vale el TS presupone que el propósito de los independentistas –de todos ellos– fue evitarse el desembolso de su propio patrimonio echando mano del erario público; es decir, que no gastaron lo que tenían que haber gastado, lo que a su vez implica que estaba o había estado en sus previsiones el sufragar personalmente la operación, hasta que idearon que podían ahorrárselo sustituyendo la aportación de su propio peculio por la aplicación desviada del dinero público; y además, era también preciso que tal conducta, tal ideación y propósito fuesen de ese modo contemplados en la sentencia condenatoria. De no haber sido así, aquí no hay sino un dinero público que estando legalmente destinado a un fin político concreto se aplicó deliberadamente a otro fin político distinto para el que no estaba asignado, desviación ilícita que no tiene relación alguna con un objetivo de ganancia personal. En suma, no hubo sustitución ahorrativa de un dinero propio por otro público, sino sustitución de los fines asignados a fondos públicos que de su destino propio fue desviado a otro ilegal.

El argumento del TS es, pues, muy forzado y conducido por vericuetos que se alejan de la letra de la ley y del propósito del legislador.

Y mientras escribo estas líneas, leo que el TS, después de dictar el auto que comento, decide plantear cuestión de inconstitucionalidad; ¡desconcertante! ¿Por qué no empezó por ahí?

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