Ciudadano Murdoch

Xabier Fole

Xabier Fole

Rupert Murdoch se retira a los 92 años. Pero lo deja todo atado y bien atado. Ahora se echa a un lado, ocupando un cargo honorario, de presidente emérito, para supervisar su obra desde un despacho lejano. Los efectos de sus inventos, sin embargo, son irreversibles. Primero en la prensa escrita: el tabloide moderno. Descubrió lo que el público buscaba: las miserias de los otros, el sexo, la violencia, la corrupción, el espectáculo, el odio. Y la política, sí, pero con otro estilo, mezclada entre las páginas de sucesos y las crónicas de famoseo, las escuchas ilegales y los paparazis. Ese mundo contado con mayúsculas y plagado de negocios turbios, reporteros atormentados y mujeres desnudas. Luego llegó la televisión con esas imágenes que valen por millones de palabras. Y millones (de dólares) se hicieron con ella. Con el escándalo, el miedo y las mentiras, cuyo precio, el pagado por estas últimas, siempre fue mucho menor que la suma recaudada.

Murdoch, en cierta medida, es uno de los creadores de nuestro mundo. La sociedad de la desinformación. La telecracia no representativa. Su proyecto nunca se basó en la ideología sino en el negocio de la ideología. El amarillismo de Hearst y de Pulitzer sirve como precedente histórico. Pero no se puede comparar con la dimensión transnacional de News Corporation. El grupo de Murdoch vende un producto que se localiza dentro de otro producto: se presenta como información y se consume como entretenimiento. Es una fórmula eficaz, también de cara a los tribunales, al menos lo fue durante un tiempo. Es verdad que para ciertas tareas hubo que recurrir a personajes siniestros y disparatados (en el papel y en la pantalla), pero cuando estos dejaron de funcionar, se prescindió de ellos. Nunca hubo nada personal en esas rupturas. Nunca nadie fue más grande que el grupo. Nunca nadie fue más grande que Murdoch.

Murdoch es un proveedor de material sensacionalista. El mejor en lo suyo. Pero un imperio mediático ha de tener presencia (y autoridad) en diversos ámbitos. No se puede traficar sólo con la inmundicia. De ahí su otro gran descubrimiento: combinar el prestigio con la morralla; la sofisticación con el fango. Asegurarse, así, una silla en cada casa. En cada barrio. En cada oficina. En cada parlamento. Con “The Sun”, sí, pero también con “The Times”; con el “New York Post”, sí, pero también con “The Wall Street Journal.” Murdoch conoce muy bien lo irresistible que resulta, todavía hoy, la falacia de autoridad. Aunque desprecies al “Post”, por grotesco, prestarás atención a lo que dice su “Journal”, el reputado diario económico.

Él, australiano, cayó en la cuenta de que la derecha estadounidense estaba desaprovechada. Y lanzó un nuevo canal al mercado, Fox News, con la ayuda de Roger Ailes, de quien se deshizo cuando este, tras las acusaciones de acoso sexual, comenzó a resultar una carga pesada y desagradable (le impidieron la entrada en el edificio). Pero, de nuevo, no había ninguna razón personal (o moral) en ese despido. Simplemente ya no salían los números. Ya no servía. Otro vendría después. Porque nadie es más grande que el grupo. Ni siquiera Ailes (quien sí tenía un proyecto ideológico), a pesar de lo que este último se pensaba. Fox News, esa máquina propagandística tan lucrativa, sobrevive sin él.

Rupert Murdoch es un objeto de estudio para los historiadores del poder y sus resortes; sus clientes, sin embargo, no andan preocupados por el significado de su Rosebud: solo les interesa consumir la mercancía que les proporciona. Su hijo Lachlan, ahora jefe del conglomerado, envió un comunicado elogiando el legado de su padre, pero en él no menciona la mayor de sus contribuciones: hacer que la política se pusiera al servicio de los medios de comunicación, introduciendo un caballo de Troya en eso que llamamos, ya con cierta melancolía, periodismo.