Richard Ford y su último viaje quijotiano

El creador de Frank Bascombe resuelve una última salida de su antihéroe al corazón de los EE UU, que bien podría ser un viaje al centro de La Mancha. El libro, que se titula “Sé mía”, es como una “road movie” que confronta la felicidad y la muerte

Francis Mármol

R

ichard Ford ha llegado a octogenario capitaneando la mejor narrativa norteamericana. El autor del célebre personaje Frank Bascombe, que en anteriores novelas fue periodista deportivo y ahora ya asesor inmobiliario, se mueve en una edad parecida a la del escritor de Jackson y cualquiera puede sospechar que este libro tiene mucho de despedida y cierre, así como de sentimientos compartidos con su alterego.

El caso es que Sé mía trasmina mucho quijotismo. Me ocurrió al leerla igual que viendo Nebraska de Alexander Payne. La vinculación es obvia. La historia se desarrolla en esos no lugares del corazón de Estados Unidos y poner a dos tipos muy polarizados a caminar por esa estepa helada mientras pasan incluso ante molinos de energía eólica desenchufados dispara las analogías. No es que Richard Ford se haya hecho un quijote. Quizá es que no queden muchas más maneras de confluir en un testamento literario profundo que enfrentando la felicidad y la muerte como ocurre en ambas.

La historia de partida es decrépita. Bascombe, que ha perdido a dos esposas, un hijo y alguna que otra guerra, se encuentra ante la fatídica noticia de que otro de sus vástagos sufre ELA. Las malas noticias nunca van a ser pocas en la vejez. El argumento va a recorrer la gigantesca Clínica Mayo en Rochester y sus alrededores en una primera parte, donde van a asimilar el nuevo estado de las cosas; un viejo va a cuidar de un joven bastante freak y grullón que ya sabe más o menos su fecha de caducidad. Les suena; ¿hay algo más triste que un padre sobreviva a un hijo?

Pues bien, no es solo eso. La novela va a plantearse si es posible la felicidad en esos últimos días o meses en los que no sólo es que se te anuncie tu muerte y te aconsejen cómo llevarla sino que vas a ser testigo del horror de ver cómo un cuerpo deja de funcionar poco a poco mientras el tuyo tampoco está para muchos cohetes.

Ambos, Quijote y Sancho, padre e hijo, Frank y Paul, van a concederse un último viaje disparatado de despedida al monte Rushmore, donde están cinceladas en piedra las cabezas de los presidentes padres americanos. Esta huida hacia adelante, absurda, muy incómoda, pero romántica a la vez, es un escorzo de nostalgia del propio padre en busca de los recuerdos de una niñez idealizada que a fin de cuentas es el territorio de las novelas de caballerías. Su paraíso perdido. Al que quiere llegar de nuevo con su casi difunto hijo. Van a hacerlo en una autocaravana alquilada ridículamente llamada Rompevientos. Acuérdense del flaco Rocinante.

La maravillosa manera dinámica en la que Ford mueve a sus personajes (pese a sus enfermedades articulares), el detallismo de sus pensamientos, la forma en que describe escenarios entronca con la mejor novela americana y también recuerda a ese otro gran escritor que le precedió algo en tiempo pero que también nos regaló una saga maravillosa, Jhon Updike y su legendario Harry Conejo Anstrong.

Pero no es sólo lo descriptivo interior y exterior, en lo que quizá Ford no tenga que envidiar a Miguel de Cervantes, sino en el dinamismo de los diálogos que van contando más de los personajes que cualquier otra cosa. También en ese humor negro, negrísimo, del que hacen gala riéndose el uno de otro. Ese paripatetismo aristotélico de ir caminando mientras piensan en hechos profundos aliñados con las más sarcásticas bromas o ajustes de cuentas son pura realidad. El odio innato de hijo a padre resucita pero igual el cariño infantil olvidado. Realismo frente a idealización como el de aquel personaje que se paseaba por los dominios de la Orden de Calatrava.

De este realismo también deriva el análisis sociopolítico de Estados Unidos. Un repaso al corazón de este país es un repaso a un imperio decadente, agarrado a un pasado glorioso y que se desploma en manos de nuevos reyezuelos como los del Barroco español que tanto amargaron a Don Miguel. En este caso, la América de Trump asoma a cada paso que dan. Y ellos, demócratas y urbanitas de Nueva Yersey ambos, se solidarizan con lo que dejan atrás mientras parodian las mejores road movies cuando son incapaces en una ocasión de salir del coche por ellos mismos. La variedad social con la que topan en esa América profunda va mostrando esa complejidad de tipos al igual que de sus registros. Las razas y la emigración también laten de fondo.

Hay una Dulcinea masajista, de origen oriental, que acaba por cercenar los últimos deseos amorosos de un Frank Bascombe que va a viajar a tumba abierta hasta el más allá con su hijo, con el absurdo a cuestas como única carta que jugarle a la muerte. En una de las historias secundarias más tristes que introduce Ford, Bascombe va a conocer que su idealizada amada no bebe los vientos por él sino que espera a su mejor postor. La vida atiza fuerte.

Hacen parada en Mitchell, el único Palacio del Maíz del Mundo, y las situaciones disparatadas se multiplican. Su hijo viaja con una kipá de lentejuelas y le parece que aquel lugar es la mejor idea del mundo. Se intercambian esos papeles de Quijote y Sancho. Habrá un Sanson Carrasco en forma de hija que les pide dejar de hacer el tonto y abortar su aventura de salir a desfacer entuertos a un Monte Rushmore, donde no se les ha perdido nada, pero que como Castilla representa lo perdido para siempre.

Y en resumen, Ford usa la parodia de las road movies para enfrentar la felicidad y la muerte y regalarle algunos destellos de la primera a la segunda, que se cobrará su pieza. La pregunta entronca con la más profunda inquietud del ser humano, ¿puedo ser feliz cuando la vida se me agota y además se me esfuma lo que más quiero? Este maravilloso dilema queda resuelto con lo único que nos queda, el paripatetismo aristotélico y quijotiano de caminar o circular por los caminos mientras nos abruman las preguntas sin una respuesta clara o una lectura que nos recuerde que no estamos solos en estas mismas quimeras.

Sé mía

Richard Ford

Anagrama Traducción: Damià Alou