Antología del mal gusto
El arte de la repulsión: “Pink Flamingos” cumple 50 años
La película de John Waters, con una de las escenas más repugnantes de la historia, se convirtió en uno de los filmes “más viles y repulsivos”, dijo la crítica, y asentó las bases del cine del mal gusto, un género que ha triturado convenciones y que llega hasta hoy diluido
![Divine, en una escena de "Pink Flamingos".](https://estaticos-cdn.prensaiberica.es/clip/2e38107b-9597-4940-9fd1-94ba3d21da09_21-9-aspect-ratio_default_1132247.jpg)
Divine, en una escena de "Pink Flamingos".
Nando Salvà
Príncipe del vómito. Barón del mal gusto. Papa de la basura. Rey de la sordidez. Tahúr de la repulsión. Padrino de lo grosero. Son algunos de los sobrenombres adjudicados al cineasta John Waters a lo largo de su carrera y sobre todo gracias a su tercer largometraje, de cuyo estreno mundial se cumple medio siglo esta semana. Prohibida durante años en numerosos países, aún pendiente de estreno en la mayor parte del mundo, Pink Flamingos fue definida en su día por la crítica como “una de las películas más viles y repulsivas jamás filmadas” o simplemente como “pura patología”, y esas son precisamente el tipo de reacciones que su director buscaba al hacerla. “Para mí, el mal gusto es la esencia del entretenimiento”, afirma Waters en su libro de memorias Shock Value. “Que alguien vomite al ver una de mis películas es como recibir una ovación”.
La rodó en compañía de amigos y compinches, con solo 10.000 dólares y la intención de cometer un jovial atentado contra la moralidad imperante; y para ello convirtió una premisa argumental escueta –las rivalidades que una exconvicta considerada como “la persona más asquerosa del mundo” mantiene con sus vecinos, que ansían arrebatarle el título– a modo de contenedor de subtramas e ingredientes narrativos de lo más depravados: tráfico de bebés, asesinatos, canibalismo, pornografía, exhibicionistas con salchichas atadas a la genitalia, esfínteres dotados para el canto, cabezas de cerdo empaquetadas para regalo, sexo oral entre una madre y su hijo, penes seccionados, violaciones y, como colofón, una de las escenas más repugnantes de la historia del cine. Rodada sin trampa ni cartón, acompaña al actor travestido Divine mientras este se acerca entusiasta a un perro que defeca en la calle y, tras meterse las heces en la boca, las deja asomar entre sus dientes y sus labios sonrientes. Divine, cuyo nombre era Harris Glenn Milstead, se convirtió en toda una celebridad contracultural y en la personificación del credo artístico de Waters.
![Antología del mal gusto El arte de la repulsión “Pink Flamingos” cumple 50 años](https://estaticos-cdn.prensaiberica.es/clip/0d8f3cd6-acfd-4847-90e3-bc70741b2d19_alta-libre-aspect-ratio_default_0.jpg)
Una de las escenas más repugnantes de "Pink Flamingos" y de la historia del cine: Divine recoge las heces de un perro y se las lleva a la boca. / Age Fotostock
Su actitud y su figura –140 kilos de humanidad adornados con densas capas de maquillaje, enormes sujetadores push up y vestidos de noche listos para reventar por cualquier costura– fueron uno de los motivos del culto que la película generó gracias a su éxito en el circuito de las proyecciones de medianoche, y de la influencia que desde entonces se le atribuye sobre movimientos como el punk, cineastas como Pedro Almodóvar y Harmony Korine, y fenómenos audiovisuales como Jackass.
El recurso de la provocación
En cualquier caso, el método de Pink Flamingos llevaba décadas inventado. Waters nunca ocultó la influencia que ejercieron sobre él tanto las primeras películas de Luis Buñuel, Un perro andaluz (1929) y La edad de oro (1930), como toda la filmografía del pionero del gore Herschell Gordon Lewis y en especial de su obra magna, Blood Feast (1963). Y el cine, de hecho, lleva toda su existencia recurriendo a la provocación a través del mal gusto –Electrocuting an Elephant (1903), corto dirigido por Thomas Alva Edison que muestra el sacrificio del mamífero titular, se considera el primer filme snuff de la historia–, funcionando con frecuencia como escaparate de lo feo, lo antinatural, lo bizarro, lo enfermizo, lo increíblemente extraño, lo monstruoso, lo abyecto, lo repulsivo y lo tóxico, a veces con fines cómicos o carnavalescos –como en Braindead. Tu madre se ha comido a mi perro (1992)– y a menudo para provocar náuseas. Esta última, en efecto, es la razón de ser de títulos como The Human Centipede 2 (2011), sobre un hombre que crea un ciempiés humano cosiendo a 12 personas las unas a las otras, o A Serbian Film (2010), sobre una estrella del porno retirada que se ve accidentalmente envuelto en escenas de pedofilia y necrofilia.
No solo para los más perturbados
Pese a lo que esos ejemplos puedan dar a entender, el cine extremo no sirve –al menos no únicamente– para nutrir las proclividades barbáricas de los espectadores más perturbados. En sus mejores manifestaciones representa un desafío a normas y miedos culturales, tabús, sesgos ideológicos y estereotipos, y una reconfiguración de las líneas que separan lo normal de lo anormal, lo bello de lo deforme y lo deseable de lo despreciable. Lo demuestra Anticristo (2009), la película más polémica de uno de los directores más controvertidos, Lars Von Trier; demente cuestionamiento de los prejuicios y los miedos que rodean la sexualidad femenina, su indudable poder de fascinación en buena medida procede del contraste que su deslumbrante colección de imágenes plantea respecto a la colección de torturas medievales, mutilaciones genitales y demás actos de brutalidad física y psicológica que su metraje escenifica.
Lo grotesco y lo depravado, por último, pueden funcionar como un arma política contra el establishment y las instituciones que lo soportan. La última película de Pier Paolo Pasolini, Saló, o los 120 días de Sodoma (1975), se servía del retrato de cuatro fascistas en la Italia de Mussolini que se dedican a degradar, mutilar y asesinar a menores para sugerir que los valores de la civilización occidental están fundamentados en la sangre de inocentes. Audition (1999) es la historia de una joven que mutila a un hombre, le amputa algunas partes sensibles e incluso le obliga a consumir su propio vómito del cuenco de un perro pero, sobre todo, es un feroz ataque al patriarcado. Y la escena más célebre de Pepi, Luci, Bom... y otras chicas del montón (1980) no muestra solamente a la cantante Alaska orinándole encima a la actriz Mercedes Guillamón, sino a una sociedad decidida a quitarse de encima los restos de la represión moral franquista con gotas de lluvia (dorada). En otras palabras, la suciedad como sinónimo de libertad. “¡La porquería es mi política! ¡La porquería es mi vida!”, proclamaba Divine en Pink Flamingos. Pues eso.
¿Qué espacio queda en 2022 para ese tipo de subversión? Es una pregunta oportuna por varios motivos. Primero, porque cualquier vulneración del discurso hegemónico recibe ataques de una derecha cada vez más reaccionaria y de una izquierda a menudo obsesionada con la corrección política, por lo que la supuesta libertad que proporcionan las nuevas tecnologías se ve matizada por algoritmos y Condiciones de Uso. Segundo, al mismo tiempo la cultura contemporánea es cada vez más tolerante frente a los mecanismos de representación de la violencia, la sexualidad y otras funciones corporales. Y, tercero, a estas alturas el underground –ámbito natural de los discursos artísticos antisistema– ha sido fagocitado por el sistema, y sus códigos expresivos se han edulcorado y banalizado en vistas a un consumo masivo y pasivo.
Para contrarrestar esos argumentos, en todo caso, no hay más que volver a ver Pink Flamingos y comprobar que, cinco décadas después, sigue siendo imposible verla sin taparse los ojos con las manos.
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