Sálvese quien pueda

Náufragos en las simas profundas de la urbe

Habitantes de la calle, carne de ruta abismales.

Habitantes de la calle, carne de ruta abismales. / FDV

Fernando Franco

Fernando Franco

Aún están vivas, se repiten estos días, las imágenes del forzoso traslado de los sin techo de París a otras localidades periféricas para dejar limpia la ciudad durante los Juegos Olímpicos. Por sus apariencias, los que vemos recoger sus tiendas de campaña en el centro de la ciudad no corresponden con esa imagen de los desarrapados cuyo contacto visual produce una mezcla de asco y compasión, miedo o incluso odio sino que más bien pertenecen a la categoría de esos nuevos pobres que duermen al raso, desde emigrantes en busca de trabajo, algunos con expediente laboral en sus países de origen y no precisamente carne de patera, hasta los que tienen un trabajo a tiempo completo en la capital pero es imposible que puedan pagar un piso o siquiera una habitación de alquiler. ¡Porca miseria! Trabajar todo el día y no tener donde dormir, moverse en el filo de la propia existencia a pesar de que entregues tu sudor cada día como parte maltratada de las fuerzas productivas.

No es nada nuevo. En los años 70 yo viví casi tres meses en un Nueva York con mendigos por las calles, tipos forrados de harapos y bolsas de basura. Cuando volví en los 90 no los hallaba por ningún lado, y de eso era culpable el duro alcalde Giulani, que se encargó de barrer esas “escorias” bajo la alfombre, verterlos en zonas menos visitadas como las portuarias. Lo que vi en este siglo en otra vuelta a la ciudad, con un alcalde demócrata en vez del republicano Giulani, era un nuevo cambio de imagen, con la reaparición multiplicada de esos náufragos urbanos por las calles o las estaciones de metro en busca de calor, entre ellos no pocos enfermos mentales, agudizada su locura por la dureza de la vida a la intemperie en esa urbe de inviernos crueles y en medio de una sociedad que ni les mira ni les habla ni les responde si alzan la voz, islas de soledad en medio de la multitud que no osa pasar esos límites que marca su hedor, o lo que el escritor José Antonio Muñoz Molina explica como olor no ya de establo ni de vertedero sino de pozo negro, de orines y sudor, mierda humana acumulada. No hablo por tanto de esos nuevos pobres sino de los que ya no vuelven a la vida normal, malbaratados.

¿Por qué mentir? Yo soy uno de esa multitud que no les mira ni les habla y hasta evita a estos parias que el sociólogo Juamma Arguelles, que dedicó 14 años a tratarlos en albergues, califica como  habitantes de ese pueblo del abismo, de las simas más profundas de la vida urbana. Quizás sea amoral pero a veces también con repugnancia y con rechazo, aunque nunca cayera en esa trampa de culpar a los pobres de su propia condición, uno de los mayores éxitos ideológicos de las sociedades capitalistas como afirma Agulles. Si vas a un albergue podrás hallar a esa nueva marea de desheredados que excreta esta sociedad, esos nuevos pobres que nunca lo hubieran imaginado, en busca de trabajo o en paro crónico ademas de migrantes pero los mas problemáticos son los que han vivido ese círculo infernal de los sintecho: alcohol, drogas, juego, engaño familiar, maltrato, deudas, abandono y calle.

Un ser sin hogar es un excluido, consecuencia de rupturas familiares, laborales y sociales que, poco a poco, le van alejando del mundo del trabajo, de los sectores que perciben rentas, convirtiéndole en habitante de una isla urbana, en un invisible hasta el punto de que el mismo llega a creérselo, sin relaciones salvo las tóxicas y sin futuro. Sobrevive, sin más, y precisa de ayuda externa para salir de ese abismo. Antes los metían en depósitos de mendigos, grandes naves como hangares. Ahora los criterios son los contrarios pero cada vez llegan más a los albergues y de nueva condición: cada vez más jóvenes, más extranjeros, con mas adicciones y mas problemas de salud mental. A ver quien roe ese hueso

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