Crónicas ucranias (1)

Vacaciones en un país en guerra

ESTELA publica desde hoy, y durante los próximos cinco domingos, las crónicas que el escritor y articulista viveirense Xoel Ben Ramos nos enviará desde Ucrania, país que él ha elegido este año para “disfrutar” de unas vacaciones. Bueno, él mismo explica la paradoja en esta primera entrega, en la que los lectores y lectoras tendrán la visión, los testimonios y las andanzas recogidas por este gallego que visita un territorio bélico, pero para hablarnos de paz, es decir, de ese otro combate que también se libra en la vida cotidiana, donde hasta el más mínimo detalle cuenta para que nos percatemos de lo que en realidad ocurre delante y detrás del escenario.

Tenderete para adquirir “souvenirs” y “rarezas” en Lviv, Ucrania

Tenderete para adquirir “souvenirs” y “rarezas” en Lviv, Ucrania / XOEL BEN RAMOS

Xoel Ben Ramos

Xoel Ben Ramos

Faltan cinco minutos para la medianoche. Escribo desde un hotel de Lviv (Leópolis), en Ucrania. Llegué a la ciudad pasadas las seis de la tarde (UTC+3) y todo parece tranquilo en esta zona del país: el lado este, a poco menos de hora y media en coche con la frontera polaca y a 600 kms. de la capital, Kyiv (Kiev). Hace bochorno. Por la ventana se cuela el escaso tránsito y el barullo de los grillos casi a partes iguales. Huele a tierra mojada. Me han querido recibir con honores galaicos y tras unas semanas soleadas, de altas temperaturas, ha llovido. La verdad, sólo faltaban las gaitas.

Es importante llevar reloj porque a medianoche entra en vigor el toque de queda. “Pay atention (…) the commandant’s hour starts at 00:00”, me advierte M., ciudadano ucranio que prefiere mantenerse en el anonimato y una de las personas que me guiarán en este viaje. Como en el cuento de La Cenicienta, a las doce de la noche se esfuma el encanto de aquello que llamamos normalidad, el tráfico se detiene y en breve descubriré si el alumbrado público también desaparece. Los grillos imagino que se regirán por otras leyes…

¿Que qué se me ha perdido en Ucrania? Nada. Tan sólo es un lugar como otro cualquiera para visitar. Un buen sitio donde gastar unos días de vacaciones. Ya, está en guerra. Lo sé. Es un detalle importante, pero tampoco demasiado. Cada día libramos una batalla silenciosa que quizás nos cueste la vida. ¿Quién lo sabe? Mi padre, durante unos meses -entre finales de los sesenta y principios de los noventa- montaba el aislamiento para los trenes del “desarrollismo español” en Beasain. Ni que decir tiene, con qué material se aislaban en CAF (Construcciones y Auxiliar de Ferrocarriles) las paredes y las cubiertas de los vagones en aquel momento. Pues su proyectil, casi cincuenta años después de ser disparado, una mañana de marzo se detuvo. Ambos lo hicieron. ¿Quién se lo iba a decir? ¿Y a los 21 chicos del Pitanxo? ¿Y al chaval que le cayó una carretilla el otro día? La guerra quizás sea eso, un cúmulo de accidentes -llevado a su máxima expresión- que podríamos haber evitado. Aunque creyentes del Kalashnikov nunca han faltado, su fe la resume un meme que circula por ahí. En el se aprecia una mano cargando una escopeta de cartuchos y un texto explícito a más no poder: “Tampoco podemos esperar que Dios haga todo”.

Fachada del templo ortodoxo en Lviv, Ucrania

Fachada del templo ortodoxo en Lviv, Ucrania / XOEL BEN RAMOS

Que no falte hablar de fútbol

He entrado en Ucrania por el sureste, desde Hungría, en autobús. En el control fronterizo de Záhony, los dos guardias de la garita, al ver un documento español entre tanto ciudadano ucranio, se detienen conmigo ...y con la Selección Española. En tiempo de Eurocopa, ya se sabe. El más veterano afirma rotundo que España tiene un equipazo. No puedo devolverle el cumplido porque no tengo ni idea de cómo va Hungría, y antes de meter la pata le sigo la corriente. Cuando me entrega el pasaporte, zanja la conversación con un impetuoso: “Spain, Champion of the Euro!”. No sé como soltarle en inglés, “ya, ya, a ver si pasamos de cuartos...”, pero agradezco el comentario, sonrío y subo al autocar. Cruzamos el río Tisza, afluente del Danubio y frontera natural entre los dos países. A mitad del puente los militares ucranios -uniforme de camuflaje y rifles de asalto al hombro-, nos escrutan con mirada curiosa. El conductor muestra unos papeles y continuamos. En el carril contrario, una enorme fila de vehículos -muchos camiones, algunos coches pero sobre todo autobuses- está detenida. Unos metros más adelante está el control de pasaportes ucranio, un edificio de hechura soviética. Llama la atención el entramado de celdillas plateadas que lo recubre. Como una especie de corona infinita remachada por placas de acero que se alarga a ambos lados del edificio central, cubriendo la zona de trabajo. Ese culto arquitectónico del Politburó por la repetición geométrica y la uniformidad: todos a una y el Partido en el centro, guiando. Un hombre armado sube hasta el lugar del conductor y no se aventura más allá. Baja.

Estación de autobuses en Lviv, Ucrania

Estación de autobuses en Lviv, Ucrania / XOEL BEN RAMOS

La agente de los pasaportes

Al rato una agente, vestida con ropa de camuflaje, va retirando los pasaportes. Llega mi turno, de cerca aprecio su juventud. No tendrá más de veinticinco años aunque se le notan las tablas. Abre el pasaporte, se fija en mi foto y después me echa un ojo. Esto no se lo hizo a ninguno de los otros pasajeros. Con gesto serio observa de nuevo la foto y cuando me mira por segunda vez, sí, mi primer instinto es esbozar un gesto amable acompañado de una tímida sonrisa. Lo capta, sonríe también. Sale. Nadie se mueve. Sin los documentos, el bus se desplaza hacia un lateral del edificio y allí se apaga el motor, las puertas se abren y el conductor comenta algo en ucranio. Todos los viajeros continúan en sus asientos. Sin saber ni papa del idioma, creo haberlo entendido a la primera: “Van a sellar nuestros documentos, debemos de esperar dentro del vehículo”. Y tal cual.

Un bus de una compañía insólitamente llamada KGB en Lviv, Ucrania

Un bus de una compañía insólitamente llamada KGB en Lviv, Ucrania / XOEL BEN RAMOS

De nuevo el motor ruge, por delante cuatro horas de carretera. El paisaje que surge es diferente a lo poco que conozco. No soy muy viajado. Al menos nada que ver con la montañosa Galicia, salvo en la paleta de verdes. Da la impresión que la vegetación tiene aquí unas ganas irresistibles de crecer. Por algo fue el granero de la extinta Unión Soviética y hasta la invasión rusa de 2022, pretendía serlo de Europa. Los sembrados de maíz brillan y los bosques que atravesamos, profundos, oscuros y confusos, parecen llevar cientos de años a la orilla de la carretera. Nada que ver con los pinares franceses de la costa atlántica que de tan estructurados parecen jardines, ni mucho menos con las ordenadas plantaciones en “La Manche” ni holandesas. Son, en este tramo, valles con un horizonte lejano que intercalan arbolado, prado y cultivos. Todo al mismo tiempo y todo a lo grande. La geografía natural deja paso a la industrial conforme nos acercamos a las ciudades. Son muchas las edificaciones abandonadas que muestran un pasado glorioso. Construcciones gigantes, que se aprecian desde lejos. Deben ser los famosos koljós y sovjós, las cooperativas agrícolas y las granjas estatales soviéticas que en Ucrania eran el orgullo del Partido Comunista. Contemplarlas desvencijadas y todavía resistiéndose a caer, me recuerdan las palabras de E., hija de un periodista ucranio -refugiado político en España- que debió salir por patas cuando, años atrás, puso el foco sobre las empresas rusas. “Tras la caída del muro y durante los primeros años de independencia -me cuenta en una cafetería, el día antes de salir hacia su país-, los oligarcas que se beneficiaron de la privatización de las grandes empresas estatales, comenzaron a comprar nuestras compañías para dejarlas morir… Mi padre destapó la corrupción de muchos líderes locales…” Interrumpe su relato para contarme cómo huyeron y continúa: “Estos jefecillos, bien untados a base de rublos y migajas de poder, hicieron desmoronarse buena parte de nuestra economía. De este modo, todo lo que antes producíamos, lo tuvimos que empezar a comprar a Rusia y a precios desorbitados. Cuando el nuevo gobierno empezó a cambiar esta dinámica Rusia sacó los tanques”.

En esta parte del país la guerra sólo está presente en los detalles: carteles que llaman al reclutamiento, algunos chicos en sillas de ruedas con piernas llenas de clavijas y puestos militares cerca de los puentes. Al menos, es lo que se aprecia desde un autocar infatigable que se desplaza veloz a través de pueblos, infinitos pastos y campos de cultivo. También, siempre, la bandera nacional, azul y amarilla, apostada en lo alto de los tejados, en los viaductos, en las ventanas, en cada estructura un toque dorado y cielo, recuerda que esto es Ucrania. Cuando parece que el viaje toca a su fin, justo antes de entrar en Lviv por el sur, en un cruce que se abre a la avenida Stryiska, me paraliza lo que salta ante mis ojos. Cientos de erizos checos desbordan las aceras. Estas estructuras metálicas en forma de aspa que fueron quebradero de cabeza de los tanques nazis al invadir Checoslovaquia y después usados con profusión por el Tercer Reich en las playas de Normandía, me despiertan de golpe. Unas sencillas, pero efectivas, defensas antitanque anuncian lo que la ruta sólo ha dejado entrever: estoy en un país en guerra. Sin embargo, todo conflicto exige una historia y más todavía, como cantaban “Os Resentidos” en “Estamos en guerra”: una reflexión. A eso he venido. Acompáñenme en esta travesía... (continuará).

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