Dramatis Personae

Verdades cochinas

Verdades cochinas

Verdades cochinas / FDV

Armando Álvarez

Armando Álvarez

La mentira, en general, está mal considerada. A los niños, desde bien pronto, se les reprocha su uso y se les previene contra sus consecuencias. Se cataloga como pecado en las religiones y como perjurio en los códigos penales. Funciona de motor en las tragedias y los mitos. Se denuesta en las moralejas. La mentira ulcera y ensucia. Pudre amistades y provoca guerras. Se bifurca en el fraude y el engaño. Rara vez se defenderá abiertamente su conveniencia. Mentira cochina, nos acusábamos en el patio de recreo. Mentira, se gritan desde los estrados de los parlamentos.

Lo cierto es que mentira y verdad, como veneno y medicina, dependen de la dosis y de su aplicación. Hay verdades inútiles y crueles, que se deben callar. Hay mentiras fértiles y necesarias, que se deben propagar. Ningún ser humano soportaría la constante exposición a sus verdades. Ninguna sociedad resistiría a esa autopsia.

Cohabitamos con otros y con nosotros mismos, en resumen, gracias a un delicado tejido de mentiras que compartimos. Hablo de mentiras que se saben o que se intuyen, pero cuyo velo no queremos levantar. “El arte de vivir es el arte de saber creer en las mentiras”, escribió Cesare Pavese.

Yo creo firmemente en la mentira. La defiendo y la promuevo. No las mentiras perversas sino las piadosas; no las inicuas, sino las altruistas. A nadie detesto tanto como a aquellos que presumen de su franqueza, sin que les importe el daño que su insolicitada honestidad produzca. También se puede mentir por amor. También se debe guardar silencio, que es la perfecta crisálida de la mentira.

Una buena mentira, elaborada con precisión en sus detalles, honra de alguna manera al mentido. Lo reconoce y lo teme. Los poderosos, que manejan los hilos ocultos de la trama, nos han mentido siempre. Pero al menos nos habían mentido bien. Ataban los cabos y pactaban las coartadas. Los asustaba que el pueblo se alzase, reclamando sus cabezas. Hoy, sin embargo, vivimos en el tiempo de la posverdad. Proliferan las mentiras groseras y desastradas. No les preocupa su envoltorio ni su fecha de caducidad. Basta con que duren hasta el siguiente telediario o que se viralicen un rato. Pronto las sustituirán otras mentiras de usar y tirar.

El trumpismo es una expresión de esta dinámica. Quizá la corriente política que mejor la ha entendido. Trump miente con despreocupación. Sus manipulaciones resultan fácilmente desmontables. Solo importa que sean exactamente aquello que sus seguidores anhelan oír. “Podría disparar a gente en la Quinta Avenida y no perdería votos”, declaró una vez. Podría consentir la muerte de 7.291 ancianos en sus residencias.

Ayuso, su diligente alumna, ha pasado de acusar a Pablo Iglesias a aceptar sin sonrojo su responsabilidad. Se hubieran muerto igual en los hospitales, ha asegurado. Ejemplifica cómo evoluciona este proceso. La degradación de la mentira, desprovista de sus propiedades profilácticas, culmina en la verdad. Esa verdad propia, fecal, desalmada, carente de luz, que antes disimulábamos por vergüenza. Así Milei ha ganado pese a la exposición de sus locuras.

Las sociedades, igual que los matrimonios, se destruyen cuando nos decimos a la cara lo que realmente somos y pensamos. Cuando ya no sentimos la necesidad del decoro y ni siquiera la apariencia de rectitud o bondad. Antes, como ciudadanos, merecíamos el respeto suficiente para que se esforzasen en mentirnos. La sinceridad de estos políticos nos desnuda más a nosotros que a ellos. 

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