No sin mis hijos

El senegalés Diallo Ndiaye vende miércoles y sábados en la feria de A Estrada con un propósito vital: reunir junto a él a sus siete pequeños para ofrecerle un futuro mejor

Diallo Ndiaye (con sudadera blanca), 
junto a los cinco hijos que ya pudo 
traer de Senegal: Fallou, Saliou,
Abdou y Khadim.  // Bernabé/Javier Lalín | // A.CELA

Diallo Ndiaye (con sudadera blanca), junto a los cinco hijos que ya pudo traer de Senegal: Fallou, Saliou, Abdou y Khadim. // Bernabé/Javier Lalín | // A.CELA / Ana CEla

Ana Cela

Ana Cela

–¡Estás muy desabrigado!

La mujer que me presenta a Diallo Ndiaye realiza la observación con tono maternal. A nuestro alrededor, los vendedores ambulantes continúan montando sus puestos en la Praza da Feira de A Estrada. El comerciante senegalés muestra por primera vez su amplia y blanca sonrisa. Él ya tiene todo listo para una nueva jornada de trabajo y no siente el frío porque no ha parado de moverse. Soy incapaz de calcular su edad. Cuando me dice en qué año nació, no puedo evitar pensar cómo nos la cuelan en la primer mundo para que intentemos ser lo que ya no somos a base de remedios y milagros cosméticos. Su aspecto me engaña por completo, porque Diallo me saca más de una década y la experiencia de mil vidas.

Es tremendamente amable y muy afable. No le cuesta abrirse a contar su historia, que no es otra que la de un hombre que ha escapado a la miseria y que ha pedido a la vida la oportunidad que le negaba el país en el que nació. Escapó de él con 18 años y llegó a Galicia en 1988. De Senegal viajó a Bélgica con un visado, de allí a Francia y luego a España. Ahora tiene fijada su residencia en Cuntis, aunque sigue deseando vivir en A Estrada, adonde acude todos los miércoles y sábados para vender en el mercadillo ropa deportiva. Aunque su experiencia daría para escribir un libro, hoy se me presenta como un ejemplo de padre, de los que padecen en solitario los problemas de conciliación, agravados con la inseguridad de tener a su familia dividida entre dos países y, a la postre, entre dos mundos. Súmenle a ello unos ingresos condicionados por la meteorología, por las ventas y por una larga lista de factores que le colocan siempre en la inestabilidad de la cuerda floja. Y aun así, Diallo no deja de sonreír.

Este senegalés es padre de siete hijos, cuatro niños y tres niñas. Todos, menos la pequeña de solo tres años, tienen la doble nacionalidad. Reuniendo el dinero como pudo, ha ido trayendo a sus hijos para que puedan granjearse aquí un futuro más prometedor. Tiene ya a su lado a Fallou (18 años), Saliou (16), Abdou(13) y Khadim (8 años). Sin embargo, su obsesión es conseguir traer pronto junto a ellos –si le fuese posible este verano, sino a más tardar en 2024– a dos de sus niñas, Mame Khary y Diama, de 10 años de edad y a las que el pasaporte español está próximo a caducar. Le quedaría después resolver la situación de su benjamina, Ndeye Maty, de tres años y sin el DNI español.

Diallo Ndiaye, en el puesto de ropa deportiva que pone cada miércoles en A Estrada.

Diallo Ndiaye, en el puesto de ropa deportiva que pone cada miércoles en A Estrada. / Ana CEla

“Es muy difícil”, responde entre risas cuando le pregunto cómo se las apaña para poder él solo con todo. No tarda en ponerse serio. “Tengo que tener a mis niños conmigo porque tienen que arreglar su vida”, dice. “Quiero que estudien. Yo no pude, pero ellos tienen que estudiar. El mayor quería dejarlo y empezar a trabajar, porque me dice: papá, no puedes, es mucho. Pero le digo que tiene que estudiar, que sino no tiene futuro. Tiene que hablar muy bien español y estudiar para tirar para delante; sino estará como yo, con las cosas muy difíciles”, confiesa.

Días largos

Diallo se levanta muy temprano y reconoce que se pasa el día cansado. Aun así, las mañanas son para el mercado y las tardes para sus hijos. “Jugamos, nos reímos, nos peleamos... (...) Me ayudan mucho en casa. Llego cansado y, claro, hay que empezar a cocinar. Me dicen: no papá, deja...pero ellos tienen que estudiar también. Pasan toda la tarde estudiando y no le da mucho tiempo a ayudarme”, prosigue. “De la comida nos encargamos los tres mayores”, explica con orgullo. “El primero que llegue empieza a hacerla”. Diallo repasa con ternura las fotos de los niños que tiene en el móvil. “La verdad es que son muy buenos. Yo les doy mucha caña para que sean muy buenos. Hay que serlo; hay que aguantar mucho porque la vida es muy difícil”, dice este padre de una atípica familia numerosa.

Este comerciante ambulante asegura que sus hijos llevan muy bien su nueva vida a su lado. “Les gusta mucho estar aquí. Echan de menos Senegal, pero saben que allí lo tienen muy difícil para todo y entonces prefieren estar aquí”, apunta. Aunque el francés sea el idioma en el que han nacido, no ha habido para ellos barreras lingüísticas. “Hablan español mejor que yo”, ríe su padre. “Los niños son muy sociables, entre ellos juegan y hablan. En lugar de estar en casa viendo la tele, están con sus amigos y aprenden mejor”, sostiene.

Mientras hablamos, son varias las personas que se acercan a curiosear en el puesto que este senegalés tiene en A Estrada, en un margen de la Carballeira da Feira, no muy lejos de la sede de la Policía Local. Quienes no le preguntan por los precios de las prendas, se limitan a saludarlo efusivamente, una muestra de la veteranía de Diallo Ndiaye en el mercado estradense y de su carácter abierto y amistoso.

Su idea es reunir aquí a su enorme familia, aunque sabe que eso no va a resultar una tarea fácil. Subraya que el piso en el que vive con sus cuatro hijos es muy pequeño y que la perspectiva de traer ahora a dos de las niñas le exige “una casa más grande”. “Solo tenemos un baño y somos cinco hombres. La intimidad de una mujer...no es lo mismo. Las niñas necesitan también tener su espacio”, observa.

La pregunta es obligada. ¿Cuánto le supone, como mínimo, traer a cada uno de sus hijos desde Senegal? “Ahora mismo cada viaje son por los menos 500 y pico euros”, dice. “Y hay que cambiar de casa. A esta no las puedo traer”, añade. Cuestión a parte sería la manutención, la ropa y asegurarse de que tengan todo lo necesario para cursar sus estudios. En este sentido, Diallo asegura que trajo a su hijo mayor a vivir aquí porque la edad apremiaba. “Tenía que ser ya, porque tenía que estudiar. Ya tenía 15 años”, apunta.

Daillo tratará de traer este verano a sus hijas Mame Khary y Diama, de 10 años. Cuando pueda, traerá a su benjamina y a su esposa.

Daillo tratará de traer este verano a sus hijas Mame Khary y Diama, de 10 años. Cuando pueda, traerá a su benjamina y a su esposa. / Ana CEla

"A veces no tengo nada"

La carcajada es monumental cuando le pregunto si todo lo que ahorra lo reserva para costear esta reunión familiar que ansía. No tardo en caer en la cuenta de que la pregunta no deja de ser un poco absurda. “Yo no ahorro nada”, me dice entre risas. “No guardo nada. Como lo que tengo, porque a veces no tengo nada y tengo que pensar: a ver mañana si hay suerte”. Vuelve a ponerse serio. “La gente ayuda mucho. La gente aquí es muy buena”, agradece con sinceridad.

No hace falta conocerle en profundidad para ver que Ndiaye tiene un gran fondo. Me confiesa que, por mucho que las cosas se pongan difíciles, jamás deja que sus hijos lo noten. No quiere que compartan sus apuros. Tampoco quiere ser alguien con deudas. Trabaja todo lo que puede para no tener pagos pendientes y después vive al día, procurando que el de mañana sea mejor que el de hoy.

"Dejar a mi hijo en Senegal haría que un día subiese a una patera para morir en el mar"

“Yo tiro para delante, siempre para delante. Lo que me daría pena es que mis hijos dejasen de estudiar. No quiero que a ellos les pase lo que me pasa a mí. Un niño tiene que estudiar bien para conseguir lo que quiera. Sin estudiar no eres nadie, ¿sabes?”, reflexiona en alto. “Tengo amigos que me dijeron que tenían trabajo para él [para el mayor de sus hijos], pero no quiero; él tiene que prepararse. Yo hago lo que puedo y cuando ya no pueda...no puedo. Pero mientras pueda…Yo, si tengo para comer hoy, vale; sino tengo, espero a mañana. Voy día a día”, comparte.

Le pregunto cómo era su vida en Senegal para sentir ese deseo de dejar tan lejos su tierra. Diallo suelta un profundo bufido a modo de respuesta. “Mi vida es muy dura...pero es lo que hay”, añade. Percibo que no quiere ahondar más en el tema, rescatando de aquellos años solo el valor y la bondad de su madre, el infinito agradecimiento y cariño que le guarda y la pena que sigue ahogándole de cuando en vez por no haber podido estar en su última despedida. Reconoce que no resultó fácil asumir y explicar a los suyos que no podía viajar a Senegal dejando aquí a menores sin la presencia de un padre. Con todo el dolor de su corazón, no quiso buscar problemas para sus niños. Su condición de padre responsable pesó más que la de hijo desolado.

"Allí nada"

“Dejar a mi hijo en Senegal haría que un día subiese a una patera para morir en el mar”

“Dejar a mi hijo en Senegal haría que un día subiese a una patera para morir en el mar” / Ana CEla

La respuesta cuando se le cuestiona qué futuro le esperaría a sus hijos en Senegal tiene una contundencia aplastante. Eleva la voz para enfatizar cada sílaba. “¿Allí? Nada”. “Allí nada”, repite, más para él que para mí. “Allí son muy difíciles las cosas. Yo entiendo que dejar a mi hijo en Senegal supone que igual un día intente venir en una patera y muera allí en el mar. Por eso yo tengo que sacrificar mi vida para traer a mis hijos; porque conozco gente que tiene hijos que murieron en el mar intentando llegar aquí. De verdad; conozco a muchos. Y eso no lo quiero”, sostiene este senegalés, sin un atisbo de esa sonrisa que parece serle tan propia y con la voz cada vez más apurada por el ansia de escapar a una estampa que lo atormenta.

Diallo reconoce que él tuvo una salida más fácil, en un momento más oportuno. Con todo, dice tener claro que la patera no sería su elección. “No tiraría mi vida a la basura. Con lo que gano me conformo. Si no tengo dinero, no lo tengo, pero lo voy a intentar hasta el último segundo. No me voy a tirar al mar. Tiene que poder ganarse la vida sin sufrir tanto”.

Antes de despedirnos, este senegalés me regala una lección de vida, después de haberme dado una bofetada de realidad. “Ana, yo soy feliz, de verdad”, dice como si leyese la tristeza con la que la empatía lleva un rato estrangulándome. “Yo no necesito mucho para estar contento. En mi país, la gente no tiene nada y vive feliz; aunque no hay comida, no se nota en la cara”, apunta. “Yo quiero ver a mis hijos felices, continúa. Yo puedo sufrir, pero no quiero que ellos sufran ni una sola vez. Los niños son mi vida, de verdad”. Le dejo seguir vendiendo en su puesto, como cada miércoles, sabiendo que cada venta tiene un cometido: permitir que un buen padre construya para sus hijos la vida con la que él solo pudo soñar.

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