Historias irrepetibles

El Gagarin del atletismo

Valeri Brumel rivalizó en popularidad en los años sesenta con el cosmonauta gracias a cinco años pletóricos hasta que un accidente de moto acabó con su carrera como saltador de altura cuando solo tenía 23 años

Brumel, en uno de sus saltos.

Brumel, en uno de sus saltos. / FDV

Juan Carlos Álvarez

Juan Carlos Álvarez

En la Unión Soviética, a comienzos de los años sesenta, solo el portero Lev Yashin y el saltador Valeri Brumel eran capaces de competir en popularidad con Yuri Gagarin, el cosmonauta convertido en héroe nacional después de ser el primer hombre en orbitar alrededor de la tierra. En 1961, después de que Brumel batiese uno de sus seis récords del mundo, el diario L’Equipe lo unió con el astronauta en una sentencia que se hizo muy célebre en su país: “Los rusos han saltado más alto que nadie. Yuri Gagarin lo hizo con un cohete; Valeri Brumel, con sus piernas”. En ambos casos cumplían los requisitos para explotar el orgullo nacional. Uno personificaba el triunfo en la carrera espacial contra los estadounidenses; el otro se hizo célebre por sus marcas y por su enconado enfrentamiento con el americano John Thomas, con quien protagonizó legendarios duelos que casi siempre caían del lado del soviético.

Brumel nació en plena Segunda Guerra Mundial, mientras el país vivía el drama provocado por la invasión de las tropas de Hitler. Su ventaja fue que sus padres –una pareja de geólogos ucranianos–, se habían instalado un par de años antes en Siberia. Allí, en la región de Chitá, apenas llegaba el sonido de las bombas y Brumel creció ajeno a la catástrofe. Cuando tenía doce años sus padres volvieron a Ucrania y el pequeño Valeri comenzó a aficionarse al atletismo. La Unión Soviética ya había puesto en marcha el programa para captar talento joven entre los escolares y Brumel llamó la atención por su habilidad para brillar en diferentes especialidades. Era rápido, lanzaba el peso con firmeza y además tenía una gran capacidad de salto. Fue precisamente en el salto de altura donde se quedó a vivir. Su progreso fue extraordinario y con diecisiete años el Consejo de Entrenadores Soviéticos, algo así como el Senado del deporte en aquel país, decidió que era hora de enviarlo a Moscú y ponerlo a las órdenes de Vladimir Dyachkov, uno de los grandes entrenadores de su tiempo. El técnico, ejemplar de la vieja escuela, no tuvo que aplicarse en exceso con su joven discípulo, que no dejaba de impresionarle por su capacidad de trabajo: “Entrena con abnegación, con frenesí, con fanatismo…” llegó a decir.

Con dieciocho años llegó a los Juegos Olímpicos de Roma. El plan era que le sirviese para foguearse en una gran competición pero Dyachkov y compañía no sabían que estaba a punto de arrancar una era de cinco años maravillosos en los que Brumel solo perdería dos pruebas. En Italia se vio las caras por primera vez con el americano John Thomas, que no tuvo su mejor día. El estadounidense fue tercero; la plata colgó del cuello de Brumel y el oro fue a manos de Robert Shavlakadze que logró la misma marca que su compatriota pero con un salto menos. Los Juegos se habían celebrado en septiembre y los meses que restaban para despedir 1960 fueron bien aprovechados por Brumel, que batió el récord de Europa (2.20). Después de ese año el saltador siberiano intensifica su entrenamiento de fuerza y en 1961 sus marcas se desmadran. Hay test invernales que ya anunciaban lo que sucedería cuando el sol calentase las pistas y el calendario veraniego se pusiese en marcha. En junio voló hasta los 2.23 para firmar el primer récord del mundo de su carrera y desbancar a John Thomas de un puesto al que ya nunca regresaría. Porque desde ahí hasta los 2.28, centímetro a centímetro, fueron registros firmados por Brumel que fue elevando el listón al tiempo que se distanciaba de sus rivales. Ganó el Europeo y en junio de 1963 alcanzó su techo en un enfrentamiento URSS-EEUU que eran un clásico de los sesenta con un morbo especial gracias a la Guerra Fría. Ese récord del mundo le duraría diez años. Su último gran momento llegó en los Juegos de Tokio, a los que llegaba después de un año complicado. En Japón libró otro duelo espectacular con John Thomas bajo un aguacero fenomenal que estiró la final durante varias horas y en la que ambos saltaron la misma altura (2.18). Pero esta vez Brumel había empleado menos intentos para colgarse la medalla de oro.

Llegó entonces octubre de 1965. Brumel, que había sido padre unos meses antes, viajaba una tarde de lluvia en moto junto a un amigo. Iba como acompañante mientras circulaban por las calles de Moscú. De repente, debido al exceso de agua y la velocidad, la motocicleta derrapó y chocaron de forma violenta. De inmediato comprobaron que las heridas de Brumel en su pierna derecha eran especialmente graves: fractura abierta de tibia y peroné. En las angustiosas primeras horas que suceden al accidente se especula incluso con la necesidad de amputarle la pierna. Finalmente no es necesario gracias a la destreza de Ivan Koutcherenko, el cirujano encargado de la intervención. Cuando Brumel despierta de la anestesia lo primero que dice es “volveré a saltar”. A su lado, en la mesilla de la habitación, hay docenas de telegramas. Uno de los primeros en llegar fue el de John Thomas, su gran rival, deseando encontrarse con él de nuevo en una pista.

Estuvo cerca de perder su pierna, pero su obsesión era volver a saltar

La recuperación es complicada. Pasa meses encamado y cuando comienza a moverse por sí mismo se cae por unas escaleras que le provocan una nueva fractura. En total Valeri Brumel pasaría casi mil días con su pierna inmovilizada, tuvo que someterse a una docena de intervenciones quirúrgicas, pero cada vez que alguien le hablaba del atletismo solo acertaba a decir: “Volveré a saltar”. Un mantra al que se aferró para soportar otra clase de dolor. Marina, su esposa, le abandonó en mitad del proceso con un niño al que no podía cuidar por su situación, algo que le atormentaba. En 1968, casi tres años después de que comenzase el calvario, tenía una pierna tres centímetros más corta que la otra. Era una evidencia que no iba a volver a competir. Pero Brumel se resistió y se puso en manos de un médico siberiano llamado Gavril Ilizarov que le sometió a un tratamiento bastante innovador para solucionar ese problema. Después de meses de esfuerzo y de dolores insoportables consigue que al fin en octubre de ese año pueda empezar a moverse sin muletas. El saltador asiste desde la distancia a los Juegos de México en los que el americano Dick Fosbury protagonizó una revolución en el salto de altura al renunciar al rodillo ventral, la técnica tradicional hasta el momento y que practicaba el soviético con una plasticidad única. En el “Fosbury Flop” el atleta se lanza de espaldas, con la cabeza por delante y levantando las piernas al final; el rodillo ventral consiste en atacar el listón de cara y girar el cuerpo sobre él. En la altura de México, sobre el innovador tartán y con la nueva técnica, Fosbury derribó su récord olímpico pero no pudo con el mundial.

Brumel ya no participaría de esa pelea entre estilos, ese tiempo de convivencia de ambas técnicas. Su misión era tener una vida normal, pero sobre todo darse el placer de volver a saltar, cumplir esa máxima que repetía en el hospital a todo el que venía a verle. Aunque el doctor Ilizarov le dijo que tenía que esperar unos meses para enfrentar a su cuerpo al estrés de un entrenamiento, a la semana Brumel ya estaba ejercitándose. En marzo de 1969 los americanos y los soviéticos celebran uno de sus clásicos enfrentamientos en Moscú. Antes de la competición Brumel se ejercita en esa pista ante la mirada curiosa de los dos equipos que quieren comprobar su estado. Para él es una cita especial. Va superando alturas, algunas después de muchos intentos, hasta que llega a los dos metros. Al primer intento Brumel supera el listón en medio del entusiasmo de los saltadores de ambos equipos. Lo celebra con un entusiasmo que pocas veces ha mostrado en la alta competición. Seguramente el más importante de su vida, aunque estuviese a casi treinta centímetros de su techo. Ese salto era la confirmación de que no mentía cuando prometió volver. El ruso siguió entrenando y cuentan que llegó a saltar 2.09 pero ya nunca se acercó a las marcas anteriores al accidente. Su récord mundial duró hasta 1971. Había protagonizado un viaje maravilloso de cinco años que acabó cuando solo tenía veintitrés y le esperaban innumerables capítulos más. La duda de a qué altura habría llegado sobre el tartán y si no hubiese sufrido el accidente quedó para siempre sin respuesta. Pero a cambio vivió un episodio de superación que se convirtió en un ejemplo para miles de atletas y aficionados.

Después del atletismo se quedó con la duda de qué hacer. Una agencia de prensa le encargó el libro Altura sobre el listón que fue un éxito y decidió entregarse a la literatura. Escribió una novela, una pieza teatral, algún guion para el cine e incluso se atrevió con el libreto para una opereta. Su obra “El doctor Nazárov” estuvo cinco años en cartel. Hace justo ahora veinte años Brumel murió a causa de un cáncer. Acababa de cumplir los sesenta y Rusia despidió como merecía al hombre que había volado gracias a sus piernas.

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