Centenario Celta

Un vuelo de gaviotas

Armando Álvarez

Armando Álvarez / Marta G. Brea

Armando Álvarez

Armando Álvarez

El 5 de octubre de 2012 Darío Rivas condujo de Rois a Padrón, tomó el tren a Pontevedra, enlazó con el autobús a Bueu, cruzó a Vigo desde Cangas en barco y se desplazó a Balaídos para ver el Celta-Sevilla, refrescando amistades por el camino. La misma peregrinación que en cada partido desde 1948, solo suspendida durante su emigración en Uruguay y retomada a su regreso. Y ese día, como todos los que lo precedieron, sentado a sus 82 años en un banco de la Porta do Sol, Darío maldijo a Ricardo Zamora por no haber empleado a Hermidita en la final de Copa; la de 1948 ante precisamente el Sevilla en Chamartín. “Gaitos no debería haber jugado. No soportaba el calor”.

Darío, librepensador rebelde, me habló en aquella tarde de otoño de su amigo Cabiño. Recitó alineaciones ya olvidadas por el resto. Rememoró los vagones desde Compostela abarrotados de celtistas en los cuarenta, con sus tres horas de traqueteo. También su desesperada recolección de crónicas en los envíos ultramarinos a Montevideo; el cordón umbilical que lo alimentaba de hogar. Toda esa devoción, asida a su corazón con marcapasos, había surgido de una sencilla mirada infantil a un bote de betún Celta. El jugador celeste pintado en la etiqueta lo fascinó.

En cada ser humano desemboca el universo. Entre la herencia y la elección resulta fácil perder el rastro. Yo soy lo que soy, como cualquiera. Me definen la genética y la época. No podría ser otro. Sin embargo, hubo decisiones ya antes de que yo naciese que me han moldeado. Soy celtista porque celtista era mi padre en su Luintra. Y porque se mudó a Vigo al retornar de Zaragoza, estación intermedia desde las fábricas de Francia. Ya me arrullaba entonces entre sus retorcidos brazos, que le habían servido de parapeto al caer de una grúa. Mi militancia se habría ajustado a otro padre u otra mudanza.

La camiseta es nuestro pelele y nuestro sudario. Antes cambiaremos de cara, de casa, de religión o de dios que de pasión, le explica Sandoval a Expósito en “El secreto de sus ojos”. Jamás apostataremos de verdad, aunque lo juremos en voz alta tras la enésima decepción o el último chantaje de una campaña de abonados. Esta es una fe extraña y delicada, no siempre obvia. Un bote de betún en Rois o un billete de ferrocarril de Zaragoza a Vigo pueden determinar nuestra existencia. Casualidad y magia. A nadie se le exigen oposiciones. De hecho, podría proclamar ahora mismo que soy del Real Madrid y poseería de repente en mis vitrinas catorce Copas de Europa. No funciona así. Nos toca lo que nos toca.

El Celta nos ubica en la sucesión de las generaciones; a nosotros, que corremos a ciegas borrando los pasos

En la juventud me tentó alejarme del fútbol y despreciarlo. Aquel chiquillo desaliñado e impetuoso, que se encajaba la boina de su abuelo como el Che y quería redimir a Galicia de sus pecados, solo tenía de intelectual su vanidad. Me esforzaba en construir a cincel una imagen perfecta de mí mismo, sin grietas ni contradicciones. No solo vivimos para esculpirnos. También para aceptarnos. Pudiera tal vez no haber sido del Celta o de nadie. Lo cierto es que el Celta me contiene y me resume incluso en su dolor. En lo que soy, sí, dentro de lo que somos.

El deporte constituye tan solo la envoltura externa de esta maravillosa invención. El Celta importa porque surgió de una fusión y nos demuestra la fuerza que alienta Vigo en sus entrañas cuando se despoja del cainismo que tantas veces nos lastra. Importa porque cose esta ciudad de aluvión y este país de minifundios, y congrega como íntimos a los extraños. Importa, sobre todo, porque nos ubica en la sucesión de las generaciones; a nosotros, que corremos a ciegas borrando los pasos ya dados, demoliendo edificios, desarraigando árboles. El Celta nos teje en el tiempo y el espacio. Nos cartografía.

Yo he perdido casi siempre, la verdad. En la política o en las películas del Oeste igual que en el fútbol. Me encantaría que el Celta ganase un título. No me resigno. Pero tampoco me preocupa demasiado. Me calculo diciendo, en pleno festejo en Praza América: “Pues no era para tanto”. Ya bailé la derrota del Calderón en la Praza Roxa de Santiago. Ninguna victoria igualará en belleza a las que imagino. Cuenta el empeño. El Celta es una búsqueda que nunca concluye. Ni se agota ni se culmina. También en su infinitud nos retrata.

Para mí, el Celta es el viaje de Darío, que se lo llevó en la maleta aquel día en que lloró al pasar las Cíes, camino de Uruguay, creyendo que jamás regresaría. Es el anorak del club, que le regalé a mi padre y ahora me pongo, aunque se le atasquen las cremalleras y se le empiecen a aflojar las costuras, porque me obliga a recordar en las mañanas de invierno su rostro y su amor. Es un legado que recibimos y entregamos, abrigándonos. Mis hijas se saben celestes, aunque ningún descenso las inquiete. El ciclo de la vida nunca se interrumpe. A este siglo le seguirá otro siglo. Cuando ya nos hayamos ido, quedará el rumor de nuestros cánticos y el rescoldo de los abrazos. Seremos un vuelo de gaviotas sobre Balaídos mientras el sol se acuesta tras la grada de Gol.