Opinión
Modigliani, pintor de la modernidad
Pocos pintores del siglo pasado son tan fácilmente reconocibles por la que podríamos llamar su maniera como el italiano Amedeo Modigliani (1884-1920).
Sus elegantes desnudos femeninos, los cuellos alargados de sus figuras de uno y otro sexo, sus rostros de ojos achinados y cegados, como si su visión se dirigiera hacia dentro, le hacen inmediatamente distinguible de todos sus contemporáneos.
Modigliani es uno de esos pintores que gustan a todo el mundo, un poco como ocurre en el terreno musical, con el Vivaldi de las Cuatro Estaciones, pero que, como este, puede resultarnos a la postre un tanto kitsch o empalagoso.
Pero es esta impresión, ciertamente un tanto superficial, la que se propone y consigue disipar la exposición recién inaugurada en el museo Barberini, de la ciudad alemana de Potsdam, próxima a Berlín.
Como señala su comisaria y directora de la Staatsgalerie de Stuttgart, Christiane Lange, por primera vez una exposición de Modigliani busca distanciarse del estereotipo de ese artista como un voyeur exquisito del cuerpo de la mujer, dedicado a la vida bohemia y a la absenta.
Y en efecto, en muchos de los retratos femeninos reunidos en Potsdam y procedentes de distintos museos y colecciones privadas, incluidos ciertos desnudos, la mujer aparece no ya como simple objeto de deseo sino como un ser seguro de sí mismo y emancipado.
Todo ello, en justa correspondencia con el papel que tuvieron muchas de ellas en los años turbulentos de la Primera Guerra Mundial, cuando les tocó asumir roles hasta entonces prácticamente inéditos en seno de la sociedad.
Modigliani se convirtió así en cronista del aplomo, de la autoconfianza de la mujer moderna, especialmente la de los círculos artísticos y cosmopolitas en los que se movían Modigliani y sus amigos, entre ellos Picasso, Juan Gris, Max Jacob, Apollinaire y muchos otros.
Una de las virtudes de la exposición del Barberini es la de situar justamente al italiano en el contexto más amplio de sus inmediatos antecesores o contemporáneos como el propio Picasso, Toulouse-Lautrec, Auguste Rodin o Egon Schiele, todos los cuales influyeron en distintos momentos en su obra.
En 1918, Modigliani abandonó, junto a otros de sus colegas, la capital francesa, amenazada por el Ejército alemán, y buscó refugio en el sur del país, y sus retratos se iluminaron con esa luz especial del Mediterráneo.
Allí se encontró con el impresionista Renoir y recuperó su vieja admiración por Cézanne, sin duda el gran patriarca de la pintura moderna. De vuelta en París, una vez acabada la guerra, Modigliani murió a principios de 1920, víctima de la tuberculosis: una vida, la suya, ciertamente corta, pero entre las más prolíficas de los artistas de su generación.
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