Opinión | Tierra de nadie

Llorar de pena

Una amiga que vive cerca de mi casa me llamó porque a su marido le acababa de dar un infarto. Cuando llegué (minutos antes que la ambulancia) ya había fallecido. Oficialmente no, oficialmente continuaba vivo y lo estaría hasta que el médico expidiera el certificado de defunción, que viene a ser como el carné de identidad de los difuntos: no se pueden mover sin él. A mí, en el banco, me piden un certificado de existencia cada dos años. Hay un exceso de burocracia que nos obliga a recurrir continuamente a expertos en la materia. El caso es que no me atreví a decirle a mi amiga que su marido nos había dejado, aunque parecía evidente que ya no estaba con nosotros. Por decencia, y como había caído al suelo al rompérsele el corazón, lo acomodamos, no sin esfuerzo, en el sofá, a la espera de que llegaran los facultativos.

En esto, me pareció escuchar una vibración procedente de la muñeca del interfecto. Le tomé el brazo y vi que en la pantalla de su reloj inteligente acababa de aparecer el siguiente mensaje: “Toca levantarse y caminar un minuto”.

–¿Qué es? –preguntó la viuda.

–Nada, uno de esos mensajes del sistema –dije yo.

–¿De qué sistema? –insistió ella.

–Del sistema en general –respondí cayendo en la cuenta de que vivíamos y moríamos, en efecto, dentro de ese sistema. Se lo dicen a Lady Di en la última temporada de The Crown: “Te has casado con un sistema”. Diana podría haber sido feliz de haberse adaptado a él, pues el sistema te proporciona muchas cosas. Frente a los muertos pensamos a grandes velocidades, lo malo es que se nos ocurren incongruencias como las que me venían a mí a la cabeza mientras intentaba ocultar a la viuda lo que acababa de leer.

Finalmente, mi amiga se acercó al cadáver, le descubrió la muñeca, leyó el texto del reloj, y soltó una carcajada contagiosa justo en el momento en el que los servicios sanitarios llamaban a la puerta. Tuvimos que fingir que llorábamos de pena.

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