Aunque a menor escala que en el fogoso verano de 2006, los montes de Galicia han comenzado a arder en coincidencia con la llegada de las altas temperaturas y los vientos que tanto aire y vidilla les dan a las llamas. No hemos llegado aún -ni de lejos- a la situación de absoluto descontrol que se produjo entonces, cuando la ceniza de los incendios oscurecía los cielos del país; pero ya se sabe que toda circunstancia grave es susceptible de empeorar según las leyes de Murphy. A poco que los termómetros sigan insubordinándose y la ventisca ayude a la propagación del fuego, bien podríamos encontrarnos con un problema tan candente como el de aquel estío de infausta memoria.

A diferencia de lo que ocurrió hace cuatro años, la actual Xunta no ha cargado -hasta ahora- la culpa de los incendios a oscuras “tramas” organizadas y acaso pagadas por la oposición. A lo sumo se limita a sugerir que la mayoría de los fuegos son intencionados, lo que es tanto como descubrir a estas alturas que América se encuentra al otro lado del Atlántico.

Tampoco ahora están muy habladores los ministros que en el tan mentado 2006 aprovecharon la oleada de incendios para hacer interpretaciones sociológicas y psicológicas sobre el origen de las llamas. Los más memoriosos recordarán, por ejemplo, la curiosa explicación que la entonces jefa de Medio Ambiente, Cristina Narbona, dio a la multiplicación de fuegos en Galicia durante los meses de verano. La causa no sería otra, a su juicio, que la “debilidad” de los gallegos y la sumisión a los caciques que los llevaba a mantener una siciliana ley del silencio frente a los desmanes de los incendiarios.

Otras gentes menos prejuiciosas y tal vez más dotadas de conocimientos sobre el asunto tienden a citar en cambio la llamada “regla del 30” para fijar el momento a partir del cual los montes entran en combustión y ya sólo queda encomendarse al Apóstol y/o a los bomberos. De acuerdo con esta teoría -algo más seria que la de los caciques-, el punto de ignición se produce cuando las temperaturas exceden los 30 grados, la humedad baja del 30 por ciento y los vientos soplan a más de 30 kilómetros por hora. No es seguro que tan fatídica coincidencia se haya producido aún en el verano en curso; pero todas las apariencias sugieren que al menos dos de los factores -el calor y el viento- están superando en estos últimos días el nivel de alerta roja. Y los montes han empezado a arder, como es natural.

Contra la ofensiva del 30/30/30 poco se puede hacer, salvo emprender en invierno la siempre aplazada limpieza de los montes o impetrar los favores de la lluvia. Cuando los bosques se inflaman, la única estrategia paliativa consiste en atajar el fuego antes de que el incendio esté fuera de control. Ese fue justamente el principio algo resignado sobre el que se basó el plan de lucha antiincendios elaborado hace ya más de dos décadas por el entonces monarca Don Manuel. Una idea que, aun teniendo sus limitaciones, no debió de resultar del todo descabellada a juzgar por los resultados y, sobre todo, por la comparación entre los incendios que año tras año suelen devastar los bosques de Portugal y los que de este lado de la frontera van siendo -mal que bien- controlados.

Olvidada la teoría de las tramas incendiarias a sueldo de políticos rencorosos, tanto el gobierno como la oposición parecen coincidir por fin en que la culpa de los incendios es del fuego y de los perturbados que lo prenden. Quiere decirse que si las cosas empeoran, sólo nos quedará recurrir -como de costumbre- a la lluvia, enemigo natural de las llamas en este tipo de combates veraniegos. Por si sí o por si no, va a ser cosa de ir pensando en solicitar la intervención del meteorólogo Santiago Pemán, gran maestre de las isotermas, las isobaras y las témporas para que ponga orden en la atmósfera y le dé un buen ordeño a las nubes. Todo antes de que se repita la monumental hoguera del 2006.

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