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escambullado no abisal

Arquitecturas efímeras

Iago Aspas besa el escudo al retirarse del campo. // R. Grobas

"Ojalá vivas eternamente". No existe peor maldición. Nos morimos a disgusto, en general. Creemos anhelar la eternidad. Y es precisamente la muerte lo que convierte nuestra vida en un acontecimiento único e irrepetible, precioso en su singularidad. Lloramos por el tiempo que se nos escurre entre los dedos. ¿Qué habría más terrible, sin embargo, que odiar cada segundo por saberlos todos repetidos sin fin, troquelados bajo un patrón?

El Celta de Berizzo tiene mucho de esa belleza, tan consecuente como frágil. No es casualidad. Obedece a una sucesión de herencias, como nosotros mismos somos producto de una improbable cadena genética que nos conduce hasta el primer protozoo y más allá, al Big Bang. También el Celta es polvo de estrellas.

La obra de Berizzo solo se entiende sobre el trabajo que antes realizaron Eusebio, Paco Herrera y Luis Enrique, cada uno con sus aportaciones. A Mouriño le corresponde el mérito de sostener la ideología futbolística que ha convertido cada etapa del equipo en una evolución de la anterior.

Siendo así este Celta una especie de silogismo, predecible por tanto, posee también misterio. Ese porcentaje que no obedece a ninguna química mesurable. Digo el Celta de la primera parte del Pizjuán, el Celta de muchas fases ante el Barcelona, un Celta que generaba en el espectador la sensación de estar asistiendo a una maravilla difícil de explicar en su pasmo.

Ese Celta no va a volver. Fue como esos cometas que atraviesan el firmamento cada muchos siglos No es que el equipo se vaya a descomponer. No ofrece ningún síntoma al respecto. Pero su realidad se asemeja más a la de Ipurua, donde se mostró competitivo y tenaz. Peleará por la permanencia o quizás le alcance para la batalla europea. Hará grandes partidos y flaqueará en otros. Se moverá sobre la media en cuando a diversión. El asombro de aquella noche azulgrana se irá difuminando.

El equipo está demasiado expuesto a lesiones, picos de forma y cláusulas pagadas en enero. El nivel en la plantilla, a día de hoy, baja a partir del decimocuarto o decimoquinto jugador. Y este es un Celta que para alcanzar su máxima expresión necesita a todos sus hombres en efervescencia. Sin marcas zonales en las que disimular el cansancio o el desacierto, sin malicia táctica en la que guarecerse, el Celta sufrirá necesariamente sus bajones.

No se dice esto como reproche o lamento. Al contrario. El Celta de Berizzo es un equipo del que sentirse orgulloso. Con el que celebrar las victorias y ser indulgente en sus derrotas. No podemos convertir el 4-1 al Barcelona en la referencia que lo enjuicie de forma cotidiana. Aquello sucedió. Y es precisamente más hermoso porque es imposible que vuelva a suceder en esos términos exactos de perfección.

Ese Celta ha existido. Está grabado para revisitarlo, como revisitamos las fotografías de cuando fuimos felices, y ni siquiera eso deberíamos. Habría que borrar cualquier registro. Ese Celta debería abandonar el territorio de los recuerdos para entrar en el de los sueños. Cometieron el error de conservar la Torre Eiffel, una construcción en teoría temporal para la exposición universal de París de 1889. Se ha convertido en un icono, un artefacto turístico que factura millones, un amasijo de hierros. Sería de diamante e incluso más gigante en las leyendas si la hubiesen desmontado. Mejor el Crystal Palace de Londres, que un incendio destruyó. Ningún edificio real puede brillar tanto como brilla ese palacio imaginario. Ya pueden impactarnos las pirámides o el coliseo. Palidecen ante las arquitecturas efímeras, de tela y papel, que las villas organizaban si las visitaba el rey. El Celta que destrozó al Barcelona murió con el pitido final de aquel encuentro. No lo marchitará la costumbre. No lo empañará el bostezo. Es un instante único e irrepetible en nuestras únicas e irrepetibles vidas.

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